De niños, el día sábado, salíamos con mi
abuelo a pasear a los perros. En el
camino de regreso a su casa, cogíamos flores de diferentes jardines (de los vecinos,
por supuesto) y armábamos grandes ramos que le entregábamos a mi mamá, a mi
abuela y a mi tía. Ellas muy sonrientes,
los agradecían.
Muchos años más tarde, he montado en cólera
incontables veces cuando alguien (que no sé qué edad tenga) arranca de mi
jardín flores que yo planto y cuido.
Maldigo. Y estoy a punto de desearles un mal, pero me acuerdo del
orgullo que nos daba juntar esas flores y la alegría irresponsable de las damas
que las recibían, y se me pasa.
Buenos Aires, años ’70 - Saladas, Corrientes,
enero 2015
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