Estoy en el metro y frente a mí, una niña está
comiendo una de esas golosinas que tienen una parte que se lleva a la boca y
luego se sumergen en un polvito o salsita para volverse a llevar a la boca.
La niña mete un rato el palito, y se lo lleva a la
boca. Otro rato mete el dedo y se lo lleva a la boca. Se agarra del barrote (innecesariamente
porque está sentada sobre su papá). No
puedo dejar de advertir su mano llena de baba.
Luego se le cae el palito al suelo (el metro de Ciudad de México
traslada 6,000,000 personas por día). El papá recoge el palito, lo chupa y se
lo devuelve a la nena. De paso, mete su
propio dedo en el sobrecito para sacarle un poco de polvito del que está
salseando la nena. Se chupa su dedo. Y
se agarra del barrote. Innecesariamente,
porque está sentado. No puedo dejar de advertir su dedo lleno de baba, baba que
chupó el palito que chupó la nena antes de que entrar en contacto con los
12,000,000 de pies que pasaron por el metro y, antes de subir al metro, pisaron
todas las áreas de la ciudad.
Ellos no tienen ningún problema. El problema lo tengo yo, que después voy y
agarro ese mismo barrote.
Metro de la Ciudad de México, marzo 2016
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