Ya había visto a los fakires en el metro.
Pero esta vez fue una experiencia mucho más allá.
Sus cuerpos estaban llenos de cicatrices, de todos los tamaños y antigüedades, desde el queloide aberrante hasta la cortadura supurando en vivo, que atemorizaba a todo aquel junto a quien pasaba y que ahí mismo se hacía más grande, mientras el chavo trataba de quebrar, con su codo desnudo, una botellita de Coca-Cola envuelta en su playera.
Lo más impresionante del espectáculo fue el hedor rancio que emanaba de sus cuerpos, atravezando todo el vagón, superando cualquier destreza, cualquier herida sangrante, cualquier amenza a la salud.
México DF, junio 2007
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