2009-04-13



La publicidad de televisión abierta en la Ciudad de México está un poco descarrilada. A menudo estoy viendo un comercial y, una vez que finaliza, miro a mi alrededor para verificar si la persona que está conmigo viendo la tele quedó tan desconcertada o shockeada como yo.
Cabe enumerar los siguientes ejemplos:
Caso 1
Un niño, de espaldas a la cámara, está jugando a la pelota con su papá. Platica una historia doméstica en la cual, por desgracia, le explotó un tanque de gas. Acto seguido, el niño se da vuelta y se ve su rostro desfigurado. La publicidad es sobre el seguro social o alguna institución de apoyo económico para accidentes.
Caso 2
Una chica de unos 20 años le habla a la cámara sobre su problema de bulimia. Ella vomitaba todo el tiempo y el médico le dijo que tenía quemado el esófago. Está a punto de llorar. Pensó que iba a morirse, pero ahora descubrió Genoprasol (u otro producto similar) que le permite vivir felizmente con este problema. Sonríe (¿porque puede seguir vomitando?).
Caso 3
Una niña está pintando un cuadro. El locutor dice que Laurita es muy buena pintora y que le encanta pintar. Pero a ella le hubiera gustado más ser bailarina. Lástima que su mamá no se acordó de tomar ácido fólico. Entonces Laurita se pone de pie, agarra sus muletas, y abandona el cuadro.
Le comenté a mi amigo Alan, mexicano, qué pensaba él de todo esto. “¿La publicidad es desagradablemente sensacionalista? ¿O hay algo que yo no entiendo?”, pregunté. Él me dijo que no me afligiera. “Esto es un negocio como cualquier otro”, señaló, “se llama tráfico de sentimientos”.

Alan Vargas, México DF, abril 2009

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