2010-12-17


Hay una imagen que nunca podré borrar de mi mente.  La vi durante un cuarto de segundo y será suficiente para el resto de mi vida.  Al evocarla, reafirmaré que sentirse bien depende nada más que de uno mismo.

Fugazmente paso por una puerta que no es ni siquiera la entrada de un bar o un restaurant.  Es apenas uno de esos pasillos donde se instala un comal y una mesa para los comensales.  Hay 2 muchachos y 2 chavas.  Unas caguamas vacías sobre la mesa con mantel de plástico.  Ellos están en la suya (muy borrachos).  Una de ellas es muy gorda y tiene el pelo pintado de rubio atroz.  La otra está parada fungiendo de nexo entre ellos y “la rubia”.  Hay una rockola sonando.  Justo en el momento que yo paso, la rocola explota y suena una música bailable (creo que es ‘pa-pa-panamericano’).  La gorda rubia se agita, se descose.  Ella brilla y despega.  Está más allá de su amiga y de los borrachines.  Levita en espasmos coreográficos.  Su imagen reemplaza a la que Jennifer Grey grabó en mi mente, hace 24 años.
 
Garibaldi, México DF, diciembre 2010

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