Una amiga
parisina vive en una antigua casa de San Telmo. Frente a la casa, hay otra más vieja,
abandonada y tapiada, en cuyo techo se juntan miles de gatos. Desde el balcón de su casa, mi amiga les
arroja, periódicamente, una bolsa de plástico llena de restos de comida. La bolsa surca el aire hasta caer sobre la
terraza de enfrente, reventar en el piso, y los gatos se arremolinan alrededor
del tesoro.
Un vecino,
del edificio junto a la casa abandonada, advierte la maniobra y furioso le
grita: “¡villera!”
Ella aún no
maneja toda la terminología del castellano porteño, así que antes de decidir si
su grito la agrede, entra a su casa, donde estamos sentados tomando un vino, y
nos pregunta con acento francés: “¿qué quiere decig villera?”. Le
explicamos. La expresión de su rostro
cambia. Se da media vuelta y corre al balcón a enfrentar a su vecino. Con el puño en alto le responde: “¡Yo no soy
villera! ¡¡Yo soy francesa!
No hay comentarios.:
Publicar un comentario