En el año 1984 fui por primera vez a las Cataratas del Iguazú. Mi impresión fue que estaban en medio de la
selva. Aunque el Hotel Sheraton (en
aquel tiempo “Hotel Intercontinental”) ya existía y seguramente era tan visible
en el paisaje como en esta imagen, pero entonces no lo advertí.
Me pareció ahora que había muchísimos más turistas. Todo el mundo
amontonándose, tomando fotos con sus celulares.
Aunque en el ’84 fui en temporada alta y también habían cámaras de
fotos, con las cuales la gente se tardaba muchísimo más en hacer una toma, pues
como el costo del rollo y el revelado no eran despreciables, había que ser muy
cuidadoso antes del disparo. Hace 31
años, ni los turistas ni las fotografías me molestaron.
Me pareció que las pasarelas afeaban la vista de las cataratas: el agua se
veía como cortina de ‘voile’ suspendida de un barral de algarrobo. Aunque en el ’84 también existían algunas
pasarelas… seguramente no tan interesantes como para sentir el vértigo que podría
haber sentido, esta vez, al aproximarme a ciertos saltos.
Los fotógrafos ‘oficiales’ se habían ‘apartado’ el área más panorámica del
mirador para cobrarle a los turistas por hacerle fotos supuestamente desde el
mejor ángulo posible. En el ’84, todo el
área del mirador era quizá tan grande como este rinconcito, no mucho más, pero
ahora que hay mucho más espacio, yo quiero entrar a ese triangulito con derecho
a sacarme una foto con mi propia cámara por la que no voy a pagar: las cuerdas
me detenían.
En el punto más remoto de la pasarela de 1,250 metros, que va desde el descenso del tren hasta la Garganta del
Diablo, los empleados del turismo piraña se amontonan y llenan todo de bolsas,
de paraguas, de precios, de gritos, de vicio, de mierda urbana ajena a este
sitio del mundo.
Los odio a todos.
Y más me odio yo, por estar comparando este mundo en el que tengo la
suerte de estar con uno que, por suerte o por desgracia, ya no existe.
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