2015-03-05


Una amiga parisina vive en una antigua casa de San Telmo.  Frente a la casa, hay otra más vieja, abandonada y tapiada, en cuyo techo se juntan miles de gatos.  Desde el balcón de su casa, mi amiga les arroja, periódicamente, una bolsa de plástico llena de restos de comida.  La bolsa surca el aire hasta caer sobre la terraza de enfrente, reventar en el piso, y los gatos se arremolinan alrededor del tesoro.

Un vecino, del edificio junto a la casa abandonada, advierte la maniobra y furioso le grita: “¡villera!”

Ella aún no maneja toda la terminología del castellano porteño, así que antes de decidir si su grito la agrede, entra a su casa, donde estamos sentados tomando un vino, y nos pregunta con acento francés: “¿qué quiere decig villera?”.  Le explicamos.  La expresión de su rostro cambia. Se da media vuelta y corre al balcón a enfrentar a su vecino.  Con el puño en alto le responde: “¡Yo no soy villera! ¡¡Yo soy francesa!

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